viernes, 11 de mayo de 2018

Restaurante Martinot, calle del Río, 11 Valencia (11-05-2018)





              La mañana había amanecido con una espesa bruma, y poco a poco se iba convirtiendo en una alta neblina que cubría el cielo, lo cual no impedía que la temperatura resultara bastante agradable y típicamente primaveral. Más tarde, la suave brisa procedente del mar fue despojándole de su fino velo de tul hasta quedar una azulada y resplandeciente mañana.





            Ese día Los Dalton Buidaolles visitaban el Restaurante Martinot, en la calle del Río, 11, de la barriada de La Punta, en Valencia. Una zona en la que ya habían estado con anterioridad cuando fueron al Bar Cristóbal, pero a la que ahora concurrían en gran número y, sobre todo, acompañados de algunas compañeras que se habían animado a participar de tan hedonista y opíparo momento.    



           
 El Restaurante Martinot se encuentra ubicado en plena huerta, aunque constreñido por la vía del tren, la carretera y los grandes silos de arroz que rompen con el otrora bello paisaje huertano. Un claro ejemplo más del impacto medioambiental que ocasiona la industrialización y la expansión portuaria, del que ya hicimos referencia en nuestra crónica del día 28 de octubre de 2016: 


“La expansión del puerto, el ferrocarril, la autovía, la Ciudad de las Artes y las Ciencias… han encajonado, constreñido, crucificado y desmembrado el lugar, invadiendo un paisaje natural de huerta y alquerías que fue condenado a muerte al final del siglo…”



            Sin embargo, el Restaurante Martinot ha sobrevivido a los avatares especuladores y conserva su estética de venta o taberna huertana con su gran comedor, su acogedora terraza y su amplia zona de aparcamientos. Gracias a estas características, a la hora del almuerzo, la afluencia de clientes es notoria. Allí acuden agricultores, trabajadores del puerto, guardias civiles… y, como en este caso, profesores que investigan, y a la vez disfrutan, en los matinales templos gastronómicos.
 
       Aunque su carta cuenta con productos del mar y de la tierra, no se distingue por ser esta muy variada. Ese día los bocadillos más pedidos no se caracterizaron por ser excesivamente calóricos, no en vano las chicas siempre suelen decantarse por estas livianas viandas, por lo que el de sepia y el cantábrico fueron los que más se consumieron. Supuestamente el nombre de “cantábrico” debe ser por su contenido marino de anchoas con esa denominación de origen, sin embargo, alguna decepción se produjo cuando los bocadillos servidos fueron mayormente de atún, queso fresco y tomate, acompañados de una triste anchoa; una buena mezcla, sin lugar a dudas, pero tal vez no hacía mucho honor a su estimulante nombre. Por otra parte, el pan –elemento fundamental en el buen bocadillo, del mismo modo que la masa en la pizza-, no presentaba gran calidad, aunque no llegaba a estar duro ni correoso -pues era del día-, se trataba de la típica media barra con aristas que te dañan las encías, consecuencia de su cocción a una alta temperatura para conseguir una producción industrial a tiempo record.



            Ante la falta de otros estímulos placenteros, algún Buidaolles se atrevió a hincar el diente en una de las guindillas que siempre suelen quedar en el plato de las aceitunas. Su rostro evidencia el cambio de tonalidad cuando, de forma estoica, soportó el fuego en su boca, el cual solo pudo ser apagado por “una rubia”, esta vez bien fría y en envase de litro.



            Otra anécdota a destacar es el servicio. Toda la terraza estaba atendida por un raudo y veloz camarero de aviesa mirada y enérgica actitud; que atendía con rapidez, aunque fuera a costa de llamar al orden a quien se recreara o se entretuviera a la hora de pedir. Cabe citar la bronca –aunque fuera en clave de humor – que se llevó una compañera que, habiendo llegado media hora más tarde, se dirigió a la barra a pedir su almuerzo. El resuelto mesero riñó a la recién llegada por ser tan osada y “puentearle”, lo cual proyectó una mala imagen de él ante su propia jefa; pues esta pensó que se le había olvidado atender a un comensal. 


            El cremaet que pidieron la mayoría fue generoso en alcohol, y quien lo elaboró no perdió mucho tiempo en quemarlo, aunque a decir verdad, algún Buidaolles siempre suele pedirlo con estas características.



            Fue un día de risas, chascarrillos y tertulias diversas, dada la longitud de la mesa y el gran número de asistentes. Sería complicado resumir todo lo tratado debido al alto nivel de decibelios y a la variedad de temas. No obstante cabe destacar que en algunos sectores se habló de cine; en concreto de las películas de Buñuel, y también de literatura, y de obras maestras del cine y la literatura como es el caso de “La Colmena”. No obstante, ese día se guardaron las formas; especial cuidado había que tener con ciertos comentarios machistas, palabras soeces o contenidos de carácter sicalíptico; ni las habituales, aunque cariñosas críticas al poder legalmente establecido, se manifestaron ese viernes. Las chicas que les honraron con su presencia -entre ellas una jefa-, les impidieron desahogarse como de costumbre. Las rejas que pueden observarse al fondo de la foto, no fueron más que el símbolo de la represión contenida, a pesar de encontrarse todos al aire libre.

 

            Sin embargo, la presencia femenina multiplicó las risas, embelleció el paisaje y aumentó la alegría. Desde aquí damos la bienvenida a todas las compañeras que quieran compartir con esta banda el mejor momento de la semana y descubrir los variopintos lugares del buen yantar.



            Y como siempre, no podía faltar la foto de grupo en la puerta del establecimiento. Esa que da fe de la presencia de unos y de la ausencia de otros, pero que refleja la felicidad del momento compartido.




Darío Navalperal

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