Habían transcurrido más de dos meses desde la última vez que se reunían para aquello que les proporcionaba energía y bienestar durante toda la semana.
Las tormentas y chaparrones de días anteriores no sirvieron para refrescar el ambiente. Más bien al contrario, la temperatura en ese día; casi al final del estío, producía un calor húmedo en una atmósfera asfixiante, lo que daba lugar a que la transpiración corporal mojara la ropa con solo salir a la calle a pasear. Todo ello no era más que el preludio de lo que, la mañana del día siguiente, sábado, iba a caer en la ciudad de Valencia. Esta vez, la mascletá no la produjeron los pirotécnicos habituales, no. Las fuerzas de la naturaleza se dieron cita a temprana hora matinal, con todo estruendo y resplandor, cuando los vecinos de la ciudad del Turia y localidades aledañas, aún se revolvían inquietos entre las sábanas, creyendo estar en la zozobra de un angustioso sueño.
Sin embargo, la mañana del día anterior, viernes, como de costumbre, Los Dalton Buidaolles cabalgaban de nuevo, aunque, eso sí, con los caballos de vapor de sus respectivos vehículos a motor, pues no estaba el día como para prescindir de su confort. Esta vez el desplazamiento, para algunos, era largo; se trataba del municipio de Tavernes Blanques, una localidad de la Huerta Norte, cuyo nombre ya evoca sensaciones placenteras y hace presuponer la existencia en la misma de bares, tascas y, obviamente, tabernas. Sin lugar a dudas, su toponimia nos indica que en el lugar debieron existir tabernas romanas en lo que fue la Vía Augusta que cruzaba la zona de norte a sur. En cuanto a la segunda parte de su nombre: “Blanques”, puede ser porque estuvieran enjalbegadas con cal o porque hubiera en la zona curtidores de piel (blanquers en valenciano). Una localidad huertana que ha vivido desde antaño del cultivo de la chufa y del arroz, fundamentalmente, y que ahora mantiene su nivel de crecimiento económico gracias al proceso de transformación y comercialización de estos típicos productos de la zona.
La antigua carretera en dirección a Barcelona cruza una localidad en la que aún se mantienen las construcciones decimonónicas típicas del estilo huertano de construcción neobarroca exportada de la ciudad al ámbito rural.
La cruz cubierta, bajo templete de teja árabe azul, de la localidad de Almassera, en las cercanías de Tavernes Blanques, indica – al igual que otras existentes en distintos puntos del área metropolitana – la puerta de entrada a la misma. Esta es conocida como la del camino de Barcelona, por ser el acceso de quienes procedían del noreste de la península.
El Restaurante Hotel La Estela se encuentra en el número 120 B de la Avenida de las Cortes Valencianas, en el mismo antiguo camino de Barcelona. El bar en el que se sirve el almuerzo debe ser centenario, al igual que los edificios colindantes. No obstante, el complejo hostelero en su conjunto ha debido ser remozado en diversas ocasiones.
El almuerzo, a pesar de no contar ese día con gran variedad de productos, podemos dar fe de que los bocadillos que se degustaron fueron bastante aceptables en cuanto a la calidad del pan y al contenido del mismo, y lo mejor de todo, el precio. Por 4,50 €, se incluye el tradicional “gasto”, la bebida y el cremaet o café. Aunque el cremaet casi produce un efecto de “tumbadioses”, debido a su alta graduación, también es cierto que lo preparan en presencia del cliente – lo cual es de agradecer –, quien decide cuando apagar la llama que quema el alcohol del ron.
Pero la gran especialidad de la casa no parece ser el esmorzaret. Todo indica que el prestigo del establecimiento se lo da su paella de Fetge de Bou (hígado de buey), tal y como reza en el cuadro y en la cornúpeta cabeza de morlaco que decoran el establecimiento.
Aquella tradicional gastronomía de la zona daba pie a Los Buidaolles a volver de nuevo al lugar, pero esta vez a comer o cenar, pues no podían dejar de probar tan suculento y afamado manjar.
Un día en el que acababa de comenzar el curso académico 18-19, siendo el tema de conversación recurrente el de los horarios, los grupos de alumnos, los comentarios sobre nuevos compañeros y compañeras… Pero lo que ese día estaba en todas las tertulias eran las titulaciones académicas de los políticos y de cómo las habían conseguido: plagios en trabajos de máster y tesis doctorales, convalidaciones extrañas, aprobados sin hacer acto de presencia en las aulas… Todo ello creaba cierto malestar y desasosiego en la población, sobre todo en los jóvenes universitarios; muchos de ellos con sus máster ganados a pulso, trabajando de camareros o en el andamio, cuando otros con los mismos máster, “pero falsos”, gobernaban el país.
No podría faltar ese día la obligada visita a una horchatería. Todavía hubo algunos de ellos que hicieron un hueco en su saco digestivo para dar entrada a la deliciosa horchara de elaboración propia. Los más osados pasaron a pie al pueblo de al lado, Almassera, donde en la Horchatería Subíes, degustaron no solo horchata, también las ricas cocas hechas con chufa. El local está decorado con los aperos de la recolección del diminuto fruto que da origen a uno de los símbolos de la gastronomía valenciana.
Porque era necesario empezar con buen pie el nuevo curso, porque los mejores momentos de la vida se potencian mucho más si son compartidos, porque se debe seguir la tradición y las buenas costumbres, porque ese grupo humano – indistintamente de sus puntos de vista discordantes o coincidentes – son compañeros y, sin embargo, amigos.
Darío Navalperal
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